Bailando con la luz de la Luna

Me fui a dormir como cualquier otro día de mi gris existencia. Era una noche húmeda y oscura, desapacible, que incluso era de Luna Nueva. Unos gamberros habían acabado con la única farola que quedaba viva en mi calle y todo quedaba en la oscuridad más absoluta.

No me sorprendió despertarme de madrugada. Últimamente no duermo bien, así que pensé que sería otra vez lo mismo: desvelado y dando vueltas en la cama hasta que el despertador me dijera que ya era hora de volver a la triste realidad. Pero me equivocaba. Todavía medio dormido me dí cuenta de que mi balcón estaba inundado por una potente luz blanca. Todo estaba en silencio. Ni siquiera se oían coches en la avenida cercana, una de las más transitadas de la ciudad.

Aquello era extraño, incluso un poco intimidador. Pero el silencio me hacía suponer que todos dormían. Así que me levanté poco a poco, casi de forma reverencial, intentando no romper el silencio, y salí al balcón. La Luna se dibujaba enorme en el cielo y su luz inundaba todos los rincones de la ciudad. "Juraría que hoy había Luna Nueva", pensé. Miré a mi alrededor y ví que otros vecinos estaban mirando la luna desde sus balcones. También miré mi cuerpo y lo ví como nunca lo había visto. No sabría explicarlo, parecía brillante, y sin embargo, si me fijaba, nada había cambiado. Pero era diferente. Lo sabía. Aquella luz hacía que lo viera diferente.

La luz era muy potente, pero no deslumbraba al mirarla. Es más, parecía hipnótica, casi no podía apartar la mirada de ella. El resto de la gente parecía tan absorto como yo. Pero era culpa de la Luna, que nos miraba, nos atraía y nos rechazaba. Y también era culpa de esa luz, tan potente, tan blanca, tan lechosa sobre mi piel desnuda. Era una luz casi física, notabas cómo te acariciaba la piel, como resbalaba sobre el cabello, cómo se colaba en cada recoveco de tu cuerpo, cómo te atraía hacia ella...

Y entonces supe qué hacer. Me acerqué a la barandilla, pasé un pie sobre ella, luego el otro y me dejé ir... Y la luz de la Luna me tomó con sus manos, abrazándome, rodeándome, notando sus manos invisibles que me ceñían y que hacían que me moviera en un silencioso baile por encima de los tejados de la ciudad.