Liberado de mí

Por las mañanas suelo comportarme como si tuviera un piloto automático. El despertador grita bastante pronto, pero los ronquidos de mi vecino el rumano, que normalmente está borracho como una cuba, no dejan que me vuelva a dormir, así que salto a la ducha, que me acaba de despejar, me visto, me afeito, los dientes, y al metro. Media hora en total, así a ojo.

Pero hoy ha sido un día diferente. Cuando el agua de la ducha me ha despejado un poco ¡no me veía! Veía perfectamente la ducha, los azulejos desgastados y rotos, las cortinas que piden una jubilación a gritos, pero yo no me veía. Ni piernas, ni brazos, nada. Sentía el agua resbalar sobre mi piel, pero yo no me veía. He salido de la ducha, me he mirado en el espejo, y no he visto mi reflejo. Como en las películas de vampiros de serie B. Pero he mirado mis manos, y tampoco estaban.

¿Qué voy a hacer? Creo que a nadie le guste ver un traje y un abrigo huecos caminando por la calle. El truco de vendarse como una momia, como hacía el hombre invisible, queda descartado porque no estamos en carnaval. Así que como es invierno y hace un frío que pela, no puedo salir de casa.

Casi desesperado, pensando que podía elegir entre morir de hambre en casa, o morir de frío cuando tuviera que salir a buscar algo de comer, caí en la cuenta de que, desde hacía bastantes días, parecía como si en el trabajo (que es el único lugar donde tengo un mínimo de interacción con otras personas) nadie me prestara atención. Hay algunas semanas en las que sólo intercambio unas palabras con otras personas, días que paso en la soledad de mi mesa. Pero últimamente esos días han sucedido demasiado a menudo. Pasaba gente junto a mí, pero ni siquiera giraban la cabeza hacia mi mesa. Y si miraban, parecía que miraran por la ventana que tenía tras de mí.

Y probé. ¡Bingo! Una vez vestido, mi atuendo era tan invisible como yo. Nada de traje hueco andando por la calle. No me veían. No estaba. No era. No me prestaban atención, pero ahora sabía que era porque no me veían, porque creían que no existía. Como antes, pero ahora yo también estaba convencido de ello. Podía hacer lo que me diera la gana. Era completamente libre.

¿Para qué? ¿Para hacer qué? Y después de un momento, pensé: ¡Maldita libertad! Y rompí a llorar.

Seguro que os es familiar

Recuerdo que un poco antes de que los mecanismos de defensa-escondite llegaron a mi vida, aparecieron las alarmas. Presentía cuando algo iba a ir mal. El miedo aparecía antes del daño. Nervios. Tensión. Manos sudadas... No acabo de averiguar si la defensa vino para evitar el daño o esa sensación de miedo.

Desde hace días estoy inquieto y no se por qué. Ni siquiera sé qué es lo que me inquieta. A veces siento un peso en la boca del estómago, una presión casi inaguantable, como una mano invisible que me apretara las entrañas. No duermo bien, tardo en dormir por las noches, cualquier ruido me sobresalta, me levanto terriblemente cansado, me pesan los párpados durante todo el día, pero las noches solitarias son crueles. Los fines de semana los paso casi siempre durmiendo: hasta tarde por la mañana, adormilado en el destartalado sillón junto a la ventana. Pero llega la noche y me quedo otra vez despierto. Pero por otro lado, hago vida austera, casi de monje. Pierdo el apetito. No me apetece nada.

Algo va a suceder. Lo sé. Y como no acabo de entender qué, tengo miedo. Otra vez.

Flojeras

Justo al contrario que un amigo mío, siempre he pensado que, hasta que no te reafirmas en una decisión después de estar a punto de volver atrás, no es una decisón firme. Cuando empiezas a dudar, reflexionas para ver si te has equivocado, le das vueltas al problema, lo miras desde todos los ángulos... Cuanto más dudas, más miras... Si llegas a plantearte volver atrás significa que has examinado todas y cada una de las posibilidades. Así que, si después de todo, sigues en tus trece, adelante sin miedo porque has hecho todo lo que podías antes de decidirte.

Estoy ahora mismo en esa fase. Me he descubierto a mí mismo dándole vueltas a mi situación, al derecho, al revés, por qué, por qué no, adelante, atrás... Mi vida está vacía. Tengo como vecinos a un rumano borracho, un matrimonio coetáneo del general Espartero, un piso-comuna universitario donde entra y sale más gente que en el metro, y toda la basura e inmundicia que se pueda desear. Casi no uso el móvil, casi siempre por trabajo, y las únicas veces que lo he utilizado para llamarte, hemos acabado como el rosario de la aurora. Paso más tiempo del necesario en la oficina para no llegar a casa. Los fines de semana son un suplicio: ni siquiera salgo a la calle para no sentir envidia sana por la vida de los demás.

La pregunta surgió sin querer: ¿es para esto para lo que me he separado? Es una pregunta tonta, absurda, estúpida, fuera de contexto... Tampoco para mejorar: ahora estoy peor. ¿Entonces? Pues en esas andamos. De lo que estoy convenciendome es de que no hay vuelta atrás. Puede que lo que tengo ahora no sea lo que quiero, pero no quiero volver atrás.

¿Y cómo ha surgido todo? Muy fácil. Una amiga común me ha dicho que no lo superas; que te pasas el día llorando; que abusas de los antidepresivos y, aun así, no levantas cabeza; que tu familia te pone la cabeza como un bombo, con lo pernicioso que es eso. Y ese tema, el cómo lo llevas, que he estado esquivando y evitando desde hace tiempo, me ha caido encima como una losa. Y he aflojado por primera vez desde hace tiempo.