Sin veredicto

De pequeño, ya lo he mencionado un par de veces, siempre fui el típico niño Vicente, formal, gordito y con el último botón de la camisa abrochado (¡cómo lo he odiado siempre!), con el pelo mojado de colonia, al que las abuelas no saben saludar de otra forma que estrujándoles los mofletes hasta casi reventarles la cara.

Recuerdo también que no quería ser así. Me sentía diferente. El resto de chicos por lo general no llevaban camisa, sino una simple camiseta; y si la llevaban, no se abrochaban hasta el último botón; ni sus madres les repeinaban tanto; y se resistían a las abuelas. Aparte de odioso, todo esto me hacía ser el hazmereir de la clase. Y si ya era malo tener que soportar esos detalles que no me gustaban, las risas y burlas eran demasiado.

Quería ser como los demás, no dar la nota, no ser tan repulsivo de tan rehecho. Intentaba hacer trastadas y travesuras como los demás, pero nunca salían bien. Aparte de todo, era un poco torpe, así que si había alguien con todas las papeletas para que le trincaran los profesores, era yo.

Los sentimientos que me provocaba aquello eran contradictorios. Por un lado, intentaba eludir el castigo, como haría cualquiera, así que negaba lo evidente. Por otro lado, empezaba casi a convencerme de que tenía la culpa de todo, porque hacía las cosas mal ya que sólo a mí me trincaban. Me costó Dios y ayuda convivir con esas sensaciones de la cabeza: siempre que algo en lo que yo hubiera intervenido salía mal, empezaba a temer que había hecho algo mal y por eso salió mal. Me estresaba, me aterraba, casí no podía quiármelo de la cabeza... Ahora razono y pienso: no es culpa mía por tal y cual, pero la sensación siempre salta. Está ahí, y tengo que dominarla, pero no desaparece.

Aprendí hace tiempo a no traicionar a lo que creo que debo hacer, aunque me duela o aunque sea desagradable, a pesar incluso de lo que pueda desear a corto plazo, porque sé que a largo plazo ese deseo cambiará. Aprendí a respear mis límites. Me obligo a hacerlo día tras día para no llamar a mi ex-mujer y decirle que volvamos, para no decirle a mi jefe de qué mal se tiene que morir, para no caer en cualquiera de las posibilidades de olvido que hay por ahí,... Porque si a corto plazo está muy bien, a largo plazo sería un desastre peor que el que intentaría arreglar.

Y aunque nadie puede controlar los sentimientos que en los demás suscitan sus decisiones, cuando una flor se marchita a tu paso siempre tienes que convencerte de que no es culpa tuya.

¿Yo o él?

Volvía a casa desde una librería cercana donde, ya sabéis, me encanta perderme para dejar pasar el tiempo. El sol del final del verano no calentaba tanto como hacía unas semanas, y se notaba. Además, como a la vuelta de vacaciones el trabajo aun está relajado, pude salir a una hora civilizada y dejarme caer por la librería.

Antes de llegar a mi casa, me llamó la atención una camisa en un escaparate. Demasiado cara. Justo cuando levanté la cara para seguir mi camino, lo ví. Bueno, no se si es mejor decir lo ví, o me ví. Allí estaba. Yo mismo. Iba vestido con ropa mía, ropa de mi armario. Venía del supermercado con un par de bolsas. Estaba mirándome. Se quedó con la misma cara de asombrado que yo.

Siempre he sido un poco paranoico. Lo siento. No sabía qué podía significar aquello, pero no podía ser bueno. Nadie se encuentra con su doble, o su hermano gemelo secreto. O si a alguien le pasa, no nos enteramos. O no nos lo cuentan. O podía ser como en las películas de espías. O un experimento. Pero sentí el peligro de la situación.

Y un segundo después, su reacción me lo confirmó. Entrecerró los ojos, soltó las bolsas de un golpe, y salió corriendo detrás de mí. Cuando ví lo que estaba haciendo, me dí media vuelta y también salí corriendo, huyendo de él. Corrí como un desesperado, tropezándome con todo, hasta que al darme la vuelta comprendí que me había perdido.

¿Él o yo?

Volvía a casa desde el supermercado, no demasiado tarde. El sol del final del verano no calentaba tanto como hacía unas semanas, y se notaba. Y se agradecía que una caminata hacia el super no me costara una sudadera de padre y muy señor mío.

Justo cuando me giré para cruzar la calle, lo ví. Bueno, no se si es mejor decir lo ví, o me ví. Allí estaba. Yo mismo. Iba vestido con ropa mía, ropa de mi armario. Estaba distraído mirando un escaparate y levantó la vista. Me vió. Se quedó con la misma cara de asombrado que yo.

No creo que nadie en este mundo esté preparado para eso. Una de las pruebas que hacen los psicólogos para determinar el grado de desarrollo intelectual de un ser, por ejemplo un mono, es ponerlo delante de un espejo y estudiar si se autoidentifica como el que genera el reflejo que vé. Esto no tiene nada que ver. Te ves a tí mismo, haciendo cosas completamente diferentes, no como en el reflejo de un espejo, sino como si otra persona te hubiera robado completamente. No te deja nada. Ya no eres tú, sino él.

Entrecerré los ojos, solté las bolsas de un golpe, y salí corriendo detrás de él. Cuando vió lo que estaba haciendo, se dió media vuelta y también salió corriendo, huyendo de mí, y perdiéndose entre la gente.