Comiendo dátiles

Cuando desperté descubrí que estaba desnudo, en medio del desierto, con un calor infernal, bajo un cielo abrasador y ante mí se desplegaban kilómetros y kilómetros de dunas y arena en todas direcciones. "¿Cómo he llegado aquí?", pensé. No había huellas, ni pisadas, ni ruedas, ni nada. Como si hubiera caído del cielo. No estaba herido ni sentía ningún dolor. Simplemente estaba allí. Aparecido de la nada.

"Algo tendré que hacer". Claro. Evidente. Puedo quedarme aquí quietecito a morir de una insolación, o de sed, o puedo hacer algo. Hice lo único que se me ocurrió: me puse a andar en una dirección. No se precisar en cual. No me paré para orientarme con el sol. Tampoco podría haberlo hecho correctamente, así que me puse a caminar de forma que tuviera el sol a mi espalda: al menos no quedaría deslumbrado.

El esfuerzo parecía ligero a primera vista, pero a los pocos pasos me dí cuenta de que iba a ser muy duro. Increíblemente duro. Mis pies se hundían hasta más arriba de los tobillos en la arena, y cada paso era un suplicio. El calor de la arena me abrasaba la piel. El sol empezó al poco tiempo a quemarme la espalda. El sudor no tardó en brotar, pero se secaba casi inmediatamente en mi piel. Caí varias veces de rodillas, agotado. Me asombró mi fuerza de voluntad, que sometió a mi deseo de quedarme tirado en la arena y me obligó a levantarme una y otra vez. Empezaron las irritaciones por el sudor, el calor y el roce de la arena que, inevitablemente empezaba a llenar cada rincón de mi cuerpo.

Entonces lo ví. Un oásis. Creí que era un espejismo. Varios kilómetros de árboles, plameras, ruido de animales y agua fresca. No podía ser cierto. Me quedaba poco tiempo hasta que perdiera la razón. Lo único que había allí era arena y dunas, un maldito desierto de arena y dunas. Mi razón se empeñó en pensar que era un espejismo hasta que casi lo tuve ante mis narices. Era cierto. Estaba salvado. Agua fresca brotando del suelo como un riachuelo. Árboles y palmeras cargados de frutas. Animales. Vida. Toda la vida de kilómetros a la redonda, concentrada en un punto. Todo lo que faltaba al resto del paisaje, estaba allí metido. No sé cuánto tiempo estuve disfrutando del paraje y recuperando fuerzas.

Y en cuanto me hube recuperado, pensé: ¿Qué hago ahora? ¿Me quedo? ¿Sigo caminando? No se cuánto tiempo podré estar aquí, pero es casi seguro que podré sobrevivir. También es casi seguro que el desierto acabará conmigo, pero vivir en un oásis no es la manera más deseada de dar punto y final a mis días en este mundo. Y mientras me decido, sigo aquí, comiendo dátiles.

2 comentarios:

mas de mi que de... lirio

21 de julio de 2008, 13:01

Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Ligeia

21 de julio de 2008, 22:14

Qué Pomponio Flato te ha quedado... ;)

No sabemos hacia donde vamos, si lo que nos encontramos en la siguiente esquina o en el siguiente espejismo será duradero o no, sólo nos queda seguir caminando. Siempre se sobrevive. Unos necesitan parar en el oasis más tiempo. Otros sólo un manojo de dátiles.

Un beso desde la contaminada Metrópolis.