Hace años

En mi caso la estancia junto a mi familia se alargó más de lo necesario. Al menos, más de lo que yo estaba dispuesto a soportar. Igual que muchas mujeres airean a los cuatro vientos que "les ha llegado el reloj biológico para formar una familia", me llegó el momento de decir: "Basta, necesito mi espacio". Tuve la suerte de que este acto de rebeldía coincidiera con encontrar un trabajo lejos de mi ciudad natal, así que la escisión fue bastante más simple que en otros casos. También el hecho de cambiar de ciudad ayudó a que el periodo transitorio entre la ruptura de una rutina preestablecida durante casi veinticinco años, y la adopción de una nueva completamente diferente, fuera lo más corto posible.

Cuando dí la noticia en casa, durante la comida, a mi padre se le humedecieron los ojos, lo cual me sorprendió. No lo esperaba. Pero ese fue su único acto "humano" que yo recuerde, y que tampoco duró mucho: Poco después estaba en el bar olvidándose de todo.

En cambio mi madre rompió a llorar amargamente, como si fuera a morir en lugar de cambiar de ciudad, aunque más tarde, cuando nos quedamos solos en casa tomando un café, me dijo que era ley de vida, que se abría ante mí el mundo entero, y que tomarlo dependía de mí. El que fuera ley de vida, ya lo sabía yo. El que mi madre considerara las otras posibilidades hizo que la imagen que yo creía que ella se había formado de mí, se desmoronara completamente: confiaba en mí. Sabía que no lo hacía sólo porque tuviera que hacerlo, sino porque le había dado muestras de ello. Fue todo un honor ser considerado por primera vez "miembro del club de los adultos a todos los efectos". Me sentí el hombre más feliz del mundo.

Antes del postre mi hermana preguntó si podría cambiarse a mi habitación. Esto no me sorprendió.

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