Imposible

Eso es lo que me dije entonces: "Imposible, esto no puede estar sucendiendome a mí".

Yo solía quedar a estudiar durante los primeros años de Universidad con mi amigo Roberto, con el que compartía penas y alegrías casi desde que tenía uso de razón, y una compañera de clase con la que coincidí a la salida de la biblioteca la misma tarde que me la encontré haciendo fotocopias de unos apuntes míos que habían circulado kilómetros por mi clase.

Tras la muerte de Roberto, y cuando me hube repuesto, seguimos con la rutina de las tardes de biblioteca dos o tres veces por semana. Por aquel entonces conocí a la que sería mi primera relación más o menos seria, pero no por ello dejamos de coincidir en las tardes de estudio. Incluso alguna vez se alargaban más de lo normal y acabábamos delante de un bocadillo y unas tapas en el bar de enfrente de la Facultad. Hablábamos mucho, de todo, de nuestras vidas, nuestros conocidos, los estudios, las familias...

De repente, una tarde, no apareció. Ni al día siguiente. Ni a la semana siguiente.

Y cuando menos lo esperaba, al volver de tomarme un café horroroso de la máquina de la biblioteca, descubrí que alguien había dejado una carta perfectamente doblada encima de mis apuntes. Acababa con estas palabras: "Es culpa sólo mía el pretender pedirte algo que no puedes darme". Nunca me había sentido tan impotente como entonces.

Al día siguiente, la edición matutina del periódico local abría con la noticia de su muerte por una sobredosis de pastillas.

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